ORACIÓN
Dios todopoderoso, que por la inmaculada concepción de la Virgen María preparaste una morada digna para tu Hijo y, en atención a los méritos de la muerte redentora de Cristo, la preservaste de toda mancha de pecado, concédenos, por su maternal intercesión, vivir en tu presencia sin pecado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
lunes, 7 de diciembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 9)
¡Oh María, Virgen amable, a quien Dios siempre amó, hermoso iris de paz, templo augusto consagrado desde el primer momento de tu ser por la real presencia del Espíritu Santo y por la plenitud de sus dones, obténnos la gracia de vivir de tal manera que merezcamos ir un día al celestial templo de la Gloria!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
domingo, 6 de diciembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 8)
¡Oh María, azucena del campo, lirio nacido entre espinas, cuyo candor no mancilló jamás la más leve mancha, alcánzanos el don de la pureza que necesitamos para que podamos ver a Dios!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
sábado, 5 de diciembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 7)
¡Oh dulcísima María, que esparciste como riquisima vid, al florecer, la más exquisita fragancia, rechazando siempre todo elemento impuro, concédenos que nunca quede nuestro corazón contaminado por el hedor de la impureza!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
viernes, 4 de diciembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 6)
¡Oh María, que, como resplandeciente aurora, apareciste en el horizonte de esta vida, sin que nieblas ni manchas ofuscaran en nada tu limpia claridad, no permitas que nuestra alma quede sumida en las tinieblas y sombras de la muerte!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
jueves, 3 de diciembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 5)
¡Oh María amabilísima, que fuiste huerto cerrado y paraíso de delicias, donde no entró, ni siquiera por un instante, la insidiosa serpiente, haz que en nuestros corazones nunca penetre el enemigo de nuestras almas!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
miércoles, 2 de diciembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 4)
¡Oh María hermosísima, que permaneciendo cerca de la fuente de la gracia, estuviste siempre cual palma llena de verdor, y diste sabrosos frutos, haz que para nosotros estén siempre abiertas las fuentes de la divina gracia, a fin de que podamos producir dignos frutos de penitencia!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
martes, 1 de diciembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 3)
¡Oh María, paloma candidísima, que, con nívea alas, elevaste el vuelo a las regiones celestiales, sin parar en las inmundicias que cubren la faz de la tierra, haz que aprendamos de ti a no entregarnos a los bienes falaces de esta vida!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
lunes, 30 de noviembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 2)
¡Oh dichosísima María, ya que, cual arca mística. Tú sola fuiste preservada del naufragio en el diluvio universal del mundo, sálvanos de todos los vicios y pecados que inundan la Tierra!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
domingo, 29 de noviembre de 2009
Novena de la Inmaculada (Día 1)
¡Oh purísima Virgen María, cuya inmaculada pureza fue figurada en aquel misterioso zarzal que ardía sin consumirse, te suplicamos apacigües en nosotros el fuego de la concupiscencia, por cuya causa tantas almas se precipitan miserablemente en el infierno!
Ave María, Gloria...
Ave María, Gloria...
lunes, 25 de mayo de 2009
domingo, 24 de mayo de 2009
Feliz fiesta de María Auxiliadora
Tú te encuentras conmigo en el silencio,
... se va la soledad a tu llegada,
no podría explicar tal sentimiento,
tan sólo sé que tú eres mi alimento.
María Auxiliadora, mi madre querida,
cálida es la espera cuanto tú me miras.
Siempre estás atenta, proteges y cuidas;
mi alma impaciente de tu cercanía.
Nada es comparable con la paz que brindas,
agua en el desierto, luz del alma mía,
mujer tan hermosa, luna inalcanzable,
amor tan inmenso que brinda una Madre.
Tu mano nos tiendes en nuestras tristezas,
si existen vacíos, siempre tú los llenas,
quisiera obsequiarte mi alma este día,
palabras tan dulces como tu sonrisa.
Tú eres portadora de dicha infinita,
pan para el hambriento, sed del alma mía,
cómo no amarte Reina de mi vida
siente mis palabras: tú eres mi alegría.
En mis noches estás si miro al cielo,
tú te encuentras conmigo en mis desvelos.
Eres amor... el puente, luz del alma;
para llegar a Dios "eres nuestra esperanza".
... se va la soledad a tu llegada,
no podría explicar tal sentimiento,
tan sólo sé que tú eres mi alimento.
María Auxiliadora, mi madre querida,
cálida es la espera cuanto tú me miras.
Siempre estás atenta, proteges y cuidas;
mi alma impaciente de tu cercanía.
Nada es comparable con la paz que brindas,
agua en el desierto, luz del alma mía,
mujer tan hermosa, luna inalcanzable,
amor tan inmenso que brinda una Madre.
Tu mano nos tiendes en nuestras tristezas,
si existen vacíos, siempre tú los llenas,
quisiera obsequiarte mi alma este día,
palabras tan dulces como tu sonrisa.
Tú eres portadora de dicha infinita,
pan para el hambriento, sed del alma mía,
cómo no amarte Reina de mi vida
siente mis palabras: tú eres mi alegría.
En mis noches estás si miro al cielo,
tú te encuentras conmigo en mis desvelos.
Eres amor... el puente, luz del alma;
para llegar a Dios "eres nuestra esperanza".
Silvia Ruth Pérez Díaz
sábado, 23 de mayo de 2009
9no. día de la novena (23 mayo)
HISTORIA DE LA DEVOCIÓN A MARÍA AUXILIADORA
(Tercera Parte)
(Tercera Parte)
El 9 de junio de 1868, se consagró en Turín, Italia, la Basílica de María Auxiliadora. La historia de esta Basílica es una cadena de favores de la Madre de Dios. su constructor fue San Juan Bosco.
El Santuario de María Auxiliadora nació del corazón y del coraje de Don Bosco y de su gran devoción a la Virgen. Fue una empresa marcada de hechos extraordinarios y de grandes dificultades.
Don Bosco no se cansaba de repetir que era la misma Virgen quien quería la iglesia y que Ella después de haberle indicado el lugar donde debía surgir la iglesia, le ayudaría también a encontrar los medios necesarios para la construcción.
Escuchemos del mismo Don Bosco el relato de un “sueño” que tuvo en 1884, cuando todavía buscaba una sede fija para su Oratorio: La Señora que se le apareció le dice: “Observa -y yo mirando vi una iglesia pequeña y baja, un poco de patio y numerosos jóvenes. Yo me di a mi trabajo, pero esta iglesia pronto fue estrecha, entonces de nuevo me dirigí a Ella que me hizo ver otra iglesia un poco más grande y con una casa vecina. Después apartándome un poco más, en un terreno cultivado, casi de frente a la fachada de la segunda iglesia, me dijo: “En este lugar donde los gloriosos mártires de Turín Avventore, Solutore y Ottavio ofrecieron su martirio, Yo quiero que Dios sea honrado de manera especial".
El deseo de obedecer a la voz de la Virgen y de testimoniar veneración y reconocimiento a Ella quien había dado tantas pruebas de benevolencia a la naciente Congregación, junto a razones pastorales y prácticas, empujaban Don Bosco a acelerar el tiempo de la construcción. Para la compra del terreno y la madera para cercarlo se gastaron 4.000 liras; el P. Savio, ecónomo, aconsejaba esperar, pero Don Bosco le dice: “Empieza a cavar, ¿cuándo iniciamos una obra teniendo ya el dinero a disposición? Tenemos que dejarle campo de acción a la divina Providencia”.
Los trabajos que se confiaron a la empresa del maestro mayor de obras Carlos Buzzetti, iniciaron durante el otoño del 1863. Terminadas las excavaciones, en Abril de 1864, Don Bosco dice a Buzzetti: “Quiero darte inmediatamente un anticipo para la grande construcción”. Don Bosco sacó su portamonedas, lo abrió y lo vació en las manos de Buzzetti, todo lo que contenía eran ocho “soldi”, ni siquiera media lira: “Tranquilo, la Virgen Maria pensará a provee el dinero necesario para Su iglesia.”
El santo solía repetir: "Cada ladrillo de este templo corresponde a un milagro de la Santísima Virgen". Desde aquel santuario empezó a extenderse por el mundo la devoción a la Madre de Dios bajo el título de Auxiliadora, y son tantos los favores que Nuestra Señora concede a quienes la invocan con ese título, que ésta devoción ha llegado a ser una de las más populares.
San Juan Bosco decía: "Propagad la devoción a María Auxiliadora y veréis lo que son milagros" y recomendaba repetir muchas veces esta pequeña oración: "María Auxiliadora, rogad por nosotros". El decía que los que dicen muchas veces esta jaculatoria consiguen grandes favores del cielo.
El Santuario de María Auxiliadora nació del corazón y del coraje de Don Bosco y de su gran devoción a la Virgen. Fue una empresa marcada de hechos extraordinarios y de grandes dificultades.
Don Bosco no se cansaba de repetir que era la misma Virgen quien quería la iglesia y que Ella después de haberle indicado el lugar donde debía surgir la iglesia, le ayudaría también a encontrar los medios necesarios para la construcción.
Escuchemos del mismo Don Bosco el relato de un “sueño” que tuvo en 1884, cuando todavía buscaba una sede fija para su Oratorio: La Señora que se le apareció le dice: “Observa -y yo mirando vi una iglesia pequeña y baja, un poco de patio y numerosos jóvenes. Yo me di a mi trabajo, pero esta iglesia pronto fue estrecha, entonces de nuevo me dirigí a Ella que me hizo ver otra iglesia un poco más grande y con una casa vecina. Después apartándome un poco más, en un terreno cultivado, casi de frente a la fachada de la segunda iglesia, me dijo: “En este lugar donde los gloriosos mártires de Turín Avventore, Solutore y Ottavio ofrecieron su martirio, Yo quiero que Dios sea honrado de manera especial".
El deseo de obedecer a la voz de la Virgen y de testimoniar veneración y reconocimiento a Ella quien había dado tantas pruebas de benevolencia a la naciente Congregación, junto a razones pastorales y prácticas, empujaban Don Bosco a acelerar el tiempo de la construcción. Para la compra del terreno y la madera para cercarlo se gastaron 4.000 liras; el P. Savio, ecónomo, aconsejaba esperar, pero Don Bosco le dice: “Empieza a cavar, ¿cuándo iniciamos una obra teniendo ya el dinero a disposición? Tenemos que dejarle campo de acción a la divina Providencia”.
Los trabajos que se confiaron a la empresa del maestro mayor de obras Carlos Buzzetti, iniciaron durante el otoño del 1863. Terminadas las excavaciones, en Abril de 1864, Don Bosco dice a Buzzetti: “Quiero darte inmediatamente un anticipo para la grande construcción”. Don Bosco sacó su portamonedas, lo abrió y lo vació en las manos de Buzzetti, todo lo que contenía eran ocho “soldi”, ni siquiera media lira: “Tranquilo, la Virgen Maria pensará a provee el dinero necesario para Su iglesia.”
El santo solía repetir: "Cada ladrillo de este templo corresponde a un milagro de la Santísima Virgen". Desde aquel santuario empezó a extenderse por el mundo la devoción a la Madre de Dios bajo el título de Auxiliadora, y son tantos los favores que Nuestra Señora concede a quienes la invocan con ese título, que ésta devoción ha llegado a ser una de las más populares.
San Juan Bosco decía: "Propagad la devoción a María Auxiliadora y veréis lo que son milagros" y recomendaba repetir muchas veces esta pequeña oración: "María Auxiliadora, rogad por nosotros". El decía que los que dicen muchas veces esta jaculatoria consiguen grandes favores del cielo.
viernes, 22 de mayo de 2009
8vo. día de la novena (22 mayo)
HISTORIA DE LA DEVOCIÓN
A MARÍA AUXILIADORA
(Segunda Parte)
A MARÍA AUXILIADORA
(Segunda Parte)
La batalla de Lepanto
En el siglo XVI, los mahometanos estaban invadiendo a Europa. En ese tiempo no había la tolerancia de unas religiones para con las otras. Y ellos a donde llegaban imponían a la fuerza su religión y destruían todo lo que fuera cristiano. Cada año invadían nuevos territorios de los católicos, llenando de muerte y de destrucción todo lo que ocupaban y ya estaban amenazando con invadir a la misma Roma.
Fue entonces cuando el Sumo Pontífice Pío V, gran devoto de la Virgen María convocó a los Príncipes Católicos para que salieran a defender a sus colegas de religión. Pronto se formó un buen ejército y se fueron en busca del enemigo.
El 7 de octubre de 1572, se encontraron los dos ejércitos en un sitio llamado el Golfo de Lepanto. Los mahometanos tenían 282 barcos y 88,000 soldados. Los cristianos eran inferiores en número. Antes de empezar la batalla, los soldados cristianos se confesaron, oyeron la Santa Misa, comulgaron, rezaron el Rosario y entonaron un canto a la Madre de Dios. Terminados estos actos se lanzaron como un huracán en busca del ejército contrario. Al principio la batalla era desfavorable para los cristianos, pues el viento corría en dirección opuesta a la que ellos llevaban, y detenían sus barcos que eran todos barcos de vela o sea movidos por el viento. Pero luego - de manera admirable - el viento cambió de rumbo, batió fuertemente las velas de los barcos del ejército cristiano, y los empujó con fuerza contra las naves enemigas. Entonces nuestros soldados dieron una carga tremenda y en poco rato derrotaron por completo a sus adversarios.
Es de notar, que mientras la batalla se llevaba a cabo, el Papa Pío V, con una gran multitud de fieles recorría las calles de Roma rezando el Santo Rosario. En agradecimiento de tan espléndida victoria San Pío V mandó que en adelante cada año se celebrara el siete de octubre, la fiesta del Santo Rosario, y que en las letanías se rezara siempre esta oración: MARÍA AUXILIO DE LOS CRISTIANOS, RUEGA POR NOSOTROS.
Posteriormente, en el siglo XIX sucedió un hecho bien lastimoso: El emperador Napoleón llevado por la ambición y el orgullo se atrevió a poner prisionero al Sumo Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener la libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces. Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el vencedor en las batallas. El Sumo Pontífice hizo entonces una promesa: "Oh Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica". Y muy pronto vino lo inesperado. Napoleón fue derrotado en Rusia y al volver humillado con unos pocos y maltrechos hombres se encontró con que sus adversarios le habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó total derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar al Papa, se vio obligado a pagar en triste prisión el resto de su vida. El Papa pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de Roma. En memoria de este noble favor de la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de mayo se celebrara en Roma la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a la madre de Dios.
En el siglo XVI, los mahometanos estaban invadiendo a Europa. En ese tiempo no había la tolerancia de unas religiones para con las otras. Y ellos a donde llegaban imponían a la fuerza su religión y destruían todo lo que fuera cristiano. Cada año invadían nuevos territorios de los católicos, llenando de muerte y de destrucción todo lo que ocupaban y ya estaban amenazando con invadir a la misma Roma.
Fue entonces cuando el Sumo Pontífice Pío V, gran devoto de la Virgen María convocó a los Príncipes Católicos para que salieran a defender a sus colegas de religión. Pronto se formó un buen ejército y se fueron en busca del enemigo.
El 7 de octubre de 1572, se encontraron los dos ejércitos en un sitio llamado el Golfo de Lepanto. Los mahometanos tenían 282 barcos y 88,000 soldados. Los cristianos eran inferiores en número. Antes de empezar la batalla, los soldados cristianos se confesaron, oyeron la Santa Misa, comulgaron, rezaron el Rosario y entonaron un canto a la Madre de Dios. Terminados estos actos se lanzaron como un huracán en busca del ejército contrario. Al principio la batalla era desfavorable para los cristianos, pues el viento corría en dirección opuesta a la que ellos llevaban, y detenían sus barcos que eran todos barcos de vela o sea movidos por el viento. Pero luego - de manera admirable - el viento cambió de rumbo, batió fuertemente las velas de los barcos del ejército cristiano, y los empujó con fuerza contra las naves enemigas. Entonces nuestros soldados dieron una carga tremenda y en poco rato derrotaron por completo a sus adversarios.
Es de notar, que mientras la batalla se llevaba a cabo, el Papa Pío V, con una gran multitud de fieles recorría las calles de Roma rezando el Santo Rosario. En agradecimiento de tan espléndida victoria San Pío V mandó que en adelante cada año se celebrara el siete de octubre, la fiesta del Santo Rosario, y que en las letanías se rezara siempre esta oración: MARÍA AUXILIO DE LOS CRISTIANOS, RUEGA POR NOSOTROS.
Posteriormente, en el siglo XIX sucedió un hecho bien lastimoso: El emperador Napoleón llevado por la ambición y el orgullo se atrevió a poner prisionero al Sumo Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener la libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces. Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el vencedor en las batallas. El Sumo Pontífice hizo entonces una promesa: "Oh Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica". Y muy pronto vino lo inesperado. Napoleón fue derrotado en Rusia y al volver humillado con unos pocos y maltrechos hombres se encontró con que sus adversarios le habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó total derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar al Papa, se vio obligado a pagar en triste prisión el resto de su vida. El Papa pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de Roma. En memoria de este noble favor de la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de mayo se celebrara en Roma la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a la madre de Dios.
jueves, 21 de mayo de 2009
7mo. día de la novena (21 mayo)
HISTORIA DE LA DEVOCIÓN
A MARÍA AUXILIADORA
(Primera Parte)
A MARÍA AUXILIADORA
(Primera Parte)
Los cristianos de la Iglesia de la antigüedad en Grecia, Egipto, Antioquía, Efeso, Alejandría y Atenas acostumbraban llamar a la Santísima Virgen con el nombre de Auxiliadora, que en su idioma, el griego, se dice con la palabra "Boetéia", que significa "La que trae auxilios venidos del cielo".
Ya San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla nacido en 345, la llama "Auxilio potentísimo" de los seguidores de Cristo.
Los dos títulos que más se leen en los antiguos monumentos de Oriente (Grecia, Turquía, Egipto) son: Madre de Dios y Auxiliadora. (Teotocos y Boetéia). En el año 476 el gran orador Proclo decía: "La Madre de Dios es nuestra Auxiliadora porque nos trae auxilios de lo alto". San Sabas de Cesarea en el año 532 llama a la Virgen "Auxiliadora de los que sufren" y narra el hecho de un enfermo gravísimo que llevado junto a una imagen de Nuestra Señora recuperó la salud y que aquella imagen de la "Auxiliadora de los enfermos" se volvió sumamente popular entre la gente de su siglo.
El gran poeta griego Romano Melone, año 518, llama a María "Auxiliadora de los que rezan, exterminio de los malos espíritus y ayuda de los que somos débiles" e insiste en que recemos para que Ella sea también "Auxiliadora de los que gobiernan" y así cumplamos lo que dijo Cristo: "Dad al gobernante lo que es del gobernante" y lo que dijo Jeremías: "Orad por la nación donde estáis viviendo, porque su bien será vuestro bien".
En las iglesias de las naciones de Asia Menor la fiesta de María Auxiliadora se celebra el 1º de octubre, desde antes del año mil (En Europa y América se celebre el 24 de mayo).
San Sofronio, Arzobispo de Jerusalén dijo en el año 560: "María es Auxiliadora de los que están en la tierra y la alegría de los que ya están en el cielo".
San Juan Damasceno, famoso predicador, año 749, es el primero en propagar esta jaculatoria: "María Auxiliadora rogad por nosotros". Y repite: "La "Virgen es auxiliadora para conseguir la salvación. Auxiliadora para evitar los peligros, Auxiliadora en la hora de la muerte".
San Germán, Arzobispo de Constantinopla, año 733, dijo en un sermón: "Oh María Tú eres Poderosa Auxiliadora de los pobres, valiente Auxiliadora contra los enemigos de la fe. Auxiliadora de los ejércitos para que defiendan la patria. Auxiliadora de los gobernantes para que nos consigan el bienestar, Auxiliadora del pueblo humilde que necesita de tu ayuda".
Ya San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla nacido en 345, la llama "Auxilio potentísimo" de los seguidores de Cristo.
Los dos títulos que más se leen en los antiguos monumentos de Oriente (Grecia, Turquía, Egipto) son: Madre de Dios y Auxiliadora. (Teotocos y Boetéia). En el año 476 el gran orador Proclo decía: "La Madre de Dios es nuestra Auxiliadora porque nos trae auxilios de lo alto". San Sabas de Cesarea en el año 532 llama a la Virgen "Auxiliadora de los que sufren" y narra el hecho de un enfermo gravísimo que llevado junto a una imagen de Nuestra Señora recuperó la salud y que aquella imagen de la "Auxiliadora de los enfermos" se volvió sumamente popular entre la gente de su siglo.
El gran poeta griego Romano Melone, año 518, llama a María "Auxiliadora de los que rezan, exterminio de los malos espíritus y ayuda de los que somos débiles" e insiste en que recemos para que Ella sea también "Auxiliadora de los que gobiernan" y así cumplamos lo que dijo Cristo: "Dad al gobernante lo que es del gobernante" y lo que dijo Jeremías: "Orad por la nación donde estáis viviendo, porque su bien será vuestro bien".
En las iglesias de las naciones de Asia Menor la fiesta de María Auxiliadora se celebra el 1º de octubre, desde antes del año mil (En Europa y América se celebre el 24 de mayo).
San Sofronio, Arzobispo de Jerusalén dijo en el año 560: "María es Auxiliadora de los que están en la tierra y la alegría de los que ya están en el cielo".
San Juan Damasceno, famoso predicador, año 749, es el primero en propagar esta jaculatoria: "María Auxiliadora rogad por nosotros". Y repite: "La "Virgen es auxiliadora para conseguir la salvación. Auxiliadora para evitar los peligros, Auxiliadora en la hora de la muerte".
San Germán, Arzobispo de Constantinopla, año 733, dijo en un sermón: "Oh María Tú eres Poderosa Auxiliadora de los pobres, valiente Auxiliadora contra los enemigos de la fe. Auxiliadora de los ejércitos para que defiendan la patria. Auxiliadora de los gobernantes para que nos consigan el bienestar, Auxiliadora del pueblo humilde que necesita de tu ayuda".
miércoles, 20 de mayo de 2009
6to. día de la novena (20 mayo)
NATURALEZA DEL CULTO MARIANO
(Catequesis de Juan Pablo II , 22-X-97)
(Catequesis de Juan Pablo II , 22-X-97)
El concilio Vaticano II afirma que el culto a la santísima Virgen «tal como ha existido siempre en la Iglesia, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración, que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» (Lumen gentium, 66).
Con estas palabras la constitución Lumen gentium reafirma las características del culto mariano. La veneración de los fieles a María, aun siendo superior al culto dirigido a los demás santos, es inferior al culto de adoración que se da a Dios, y es esencialmente diferente de éste. Con el término «adoración» se indica la forma de culto que el hombre rinde a Dios, reconociéndolo Creador y Señor del universo. El cristiano, iluminado por la revelación divina, adora al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Al igual que al Padre, adora a Cristo, Verbo encarnado, exclamando con el apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Por último, en el mismo acto de adoración incluye al Espíritu Santo, que «con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS, 150), como recuerda el símbolo niceno-constantinopolitano.
Ahora bien, los fieles, cuando invocan a María como «Madre de Dios» y contemplan en ella la más elevada dignidad concedida a una criatura, no le rinden un culto igual al de las Personas divinas. Hay una distancia infinita entre el culto mariano y el que se da a la Trinidad y al Verbo encarnado.
Por consiguiente, incluso el lenguaje con el que la comunidad cristiana se dirige a la Virgen, aunque a veces utiliza términos tomados del culto a Dios, asume un significado y un valor totalmente diferentes. Así, el amor que los creyentes sienten hacia María difiere del que deben a Dios: mientras al Señor se le ha de amar sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt 22,37), el sentimiento que tienen los cristianos hacia la Virgen es, en un plano espiritual, el afecto que tienen los hijos hacia su madre.
Entre el culto mariano y el que se rinde a Dios existe, con todo, una continuidad, pues el honor tributado a María está ordenado y lleva a adorar a la santísima Trinidad.
Ya desde los inicios de la Iglesia, el culto mariano está destinado a favorecer la adhesión fiel a Cristo. Venerar a la Madre de Dios significa afirmar la divinidad de Cristo, pues los padres del concilio de Éfeso, al proclamar a María Theotókos, «Madre de Dios», querían confirmar la fe en Cristo, verdadero Dios.
El culto mariano, además, favorece, en quien lo practica según el espíritu de la Iglesia, la adoración al Padre y al Espíritu Santo. Efectivamente, al reconocer el valor de la maternidad de María, los creyentes descubren en ella una manifestación especial de la ternura de Dios Padre.
Los títulos: Consuelo, Abogada, Auxiliadora, atribuidos a María por la piedad del pueblo cristiano, no oscurecen, sino que exaltan la acción del Espíritu Consolador y preparan a los creyentes a recibir sus dones.
El culto mariano expresa la alabanza y el reconocimiento de la Iglesia por esos dones extraordinarios. A ella, convertida en Madre de la Iglesia y Madre de la humanidad, recurre el pueblo cristiano, animado por una confianza filial, a fin de pedir su maternal intercesión y obtener los bienes necesarios para la vida terrena con vistas a la bienaventuranza eterna.
Con estas palabras la constitución Lumen gentium reafirma las características del culto mariano. La veneración de los fieles a María, aun siendo superior al culto dirigido a los demás santos, es inferior al culto de adoración que se da a Dios, y es esencialmente diferente de éste. Con el término «adoración» se indica la forma de culto que el hombre rinde a Dios, reconociéndolo Creador y Señor del universo. El cristiano, iluminado por la revelación divina, adora al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Al igual que al Padre, adora a Cristo, Verbo encarnado, exclamando con el apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Por último, en el mismo acto de adoración incluye al Espíritu Santo, que «con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS, 150), como recuerda el símbolo niceno-constantinopolitano.
Ahora bien, los fieles, cuando invocan a María como «Madre de Dios» y contemplan en ella la más elevada dignidad concedida a una criatura, no le rinden un culto igual al de las Personas divinas. Hay una distancia infinita entre el culto mariano y el que se da a la Trinidad y al Verbo encarnado.
Por consiguiente, incluso el lenguaje con el que la comunidad cristiana se dirige a la Virgen, aunque a veces utiliza términos tomados del culto a Dios, asume un significado y un valor totalmente diferentes. Así, el amor que los creyentes sienten hacia María difiere del que deben a Dios: mientras al Señor se le ha de amar sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt 22,37), el sentimiento que tienen los cristianos hacia la Virgen es, en un plano espiritual, el afecto que tienen los hijos hacia su madre.
Entre el culto mariano y el que se rinde a Dios existe, con todo, una continuidad, pues el honor tributado a María está ordenado y lleva a adorar a la santísima Trinidad.
Ya desde los inicios de la Iglesia, el culto mariano está destinado a favorecer la adhesión fiel a Cristo. Venerar a la Madre de Dios significa afirmar la divinidad de Cristo, pues los padres del concilio de Éfeso, al proclamar a María Theotókos, «Madre de Dios», querían confirmar la fe en Cristo, verdadero Dios.
El culto mariano, además, favorece, en quien lo practica según el espíritu de la Iglesia, la adoración al Padre y al Espíritu Santo. Efectivamente, al reconocer el valor de la maternidad de María, los creyentes descubren en ella una manifestación especial de la ternura de Dios Padre.
Los títulos: Consuelo, Abogada, Auxiliadora, atribuidos a María por la piedad del pueblo cristiano, no oscurecen, sino que exaltan la acción del Espíritu Consolador y preparan a los creyentes a recibir sus dones.
El culto mariano expresa la alabanza y el reconocimiento de la Iglesia por esos dones extraordinarios. A ella, convertida en Madre de la Iglesia y Madre de la humanidad, recurre el pueblo cristiano, animado por una confianza filial, a fin de pedir su maternal intercesión y obtener los bienes necesarios para la vida terrena con vistas a la bienaventuranza eterna.
martes, 19 de mayo de 2009
5to. día de la novena (19 mayo)
MARÍA, MADRE DE LA UNIDAD Y DE LA ESPERANZA
(Catequesis de Juan Pablo II, 12-XI-97)
(Catequesis de Juan Pablo II, 12-XI-97)
Después de haber ilustrado las relaciones entre María y la Iglesia, el concilio Vaticano II se alegra de constatar que la Virgen también es honrada por los cristianos que no pertenecen a la comunidad católica: «Este Concilio experimenta gran alegría y consuelo porque también entre los hermanos separados haya quienes dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador...» (Lumen gentium, 69; cf. Redemptoris Mater, 29-34). Podemos decir, con razón, que la maternidad universal de María, aunque manifiesta de modo más doloroso aún las divisiones entre los cristianos, constituye un gran signo de esperanza para el camino ecuménico.
Al final de la Lumen gentium, el Concilio invita a confiar a María la unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo» (ib.).
Así como en la primera comunidad la presencia de María promovía la unanimidad de los corazones, que la oración consolidaba y hacía visible (cf. Hch 1,14), así también la comunión más intensa con aquella a quien Agustín llama «madre de la unidad» (Sermón 192, 2; PL 38, 1.013), podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado de la unidad ecuménica.
A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.
Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular, que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium, 69).
La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión.
Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino hacia el futuro de Dios.
La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a los creyentes -y a toda la Iglesia- para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza que no defrauda.
Al final de la Lumen gentium, el Concilio invita a confiar a María la unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo» (ib.).
Así como en la primera comunidad la presencia de María promovía la unanimidad de los corazones, que la oración consolidaba y hacía visible (cf. Hch 1,14), así también la comunión más intensa con aquella a quien Agustín llama «madre de la unidad» (Sermón 192, 2; PL 38, 1.013), podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado de la unidad ecuménica.
A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.
Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular, que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium, 69).
La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión.
Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino hacia el futuro de Dios.
La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a los creyentes -y a toda la Iglesia- para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza que no defrauda.
lunes, 18 de mayo de 2009
4to. día de la novena (18 mayo)
MARÍA, EJEMPLO DE CARIDAD
(De la Encíclica "Deus cáritas est", 25-XII-05)
Entre los santos, sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de Lucas la muestra comprometida en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció «unos tres meses» (Lc 1,56) para atenderla durante la fase final del embarazo. «Magnificat anima mea Dominum», -«proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46)-, dice con ocasión de esta visita, y con ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios y no a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1,38.48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer de fe: «¡Dichosa tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1,45).
El Magníficat está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además, así se pone de manifiesto que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama.
Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y la hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2,4; 13,1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14).
Los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está impregnado totalmente de él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse él mismo en un manantial «del que manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor, dónde tiene su origen y de dónde le viene su fuerza siempre nueva.
El Magníficat está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además, así se pone de manifiesto que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama.
Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y la hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2,4; 13,1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14).
Los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está impregnado totalmente de él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse él mismo en un manantial «del que manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor, dónde tiene su origen y de dónde le viene su fuerza siempre nueva.
domingo, 17 de mayo de 2009
3er. día de la novena (17 mayo)
LA COOPERACIÓN DE MARÍA
EN EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
EN EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
(Catequesis de Juan Pablo II, 8-I-97)
Las palabras del anciano Simeón, anunciando a María su participación en la misión salvífica del Mesías, ponen de manifiesto el papel de la mujer en el misterio de la redención. En efecto, María no es sólo una persona individual; también es la «hija de Sión», la mujer nueva que, al lado del Redentor, comparte su pasión y engendra en el Espíritu a los hijos de Dios. Esa realidad se expresa mediante la imagen popular de las «siete espadas» que atraviesan el corazón de María. Esa representación pone de relieve el profundo vínculo que existe entre la madre, que se identifica con la hija de Sión y con la Iglesia, y el destino de dolor del Verbo encarnado.
Al entregar a su Hijo, recibido poco antes de Dios, para consagrarlo a su misión de salvación, María se entrega también a sí misma a esa misión. Se trata de un gesto de participación interior, que no es sólo fruto del natural afecto materno, sino que sobre todo expresa el consentimiento de la mujer nueva a la obra redentora de Cristo.
María está unida a su Hijo divino en la «contradicción», con vistas a la obra de la salvación. Ciertamente, existe el peligro de caída para quien no acoge a Cristo, pero un efecto maravilloso de la redención es la elevación de muchos. Este mero anuncio enciende gran esperanza en los corazones a los que ya testimonia el fruto del sacrificio.
El concilio Vaticano II, al definir el papel de María en la economía de la salvación, recuerda que ella «se entregó totalmente a sí misma (...) a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso (...) al servicio del misterio de la redención» (Lumen gentium, 56).
El primado de Cristo no anula, sino que sostiene y exige el papel propio e insustituible de maría. Implicando a su madre en su sacrificio, Cristo quiere revelar las profundas raíces humanas del mismo y mostrar una anticipación del ofrecimiento sacerdotal de la cruz.
Al entregar a su Hijo, recibido poco antes de Dios, para consagrarlo a su misión de salvación, María se entrega también a sí misma a esa misión. Se trata de un gesto de participación interior, que no es sólo fruto del natural afecto materno, sino que sobre todo expresa el consentimiento de la mujer nueva a la obra redentora de Cristo.
María está unida a su Hijo divino en la «contradicción», con vistas a la obra de la salvación. Ciertamente, existe el peligro de caída para quien no acoge a Cristo, pero un efecto maravilloso de la redención es la elevación de muchos. Este mero anuncio enciende gran esperanza en los corazones a los que ya testimonia el fruto del sacrificio.
El concilio Vaticano II, al definir el papel de María en la economía de la salvación, recuerda que ella «se entregó totalmente a sí misma (...) a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso (...) al servicio del misterio de la redención» (Lumen gentium, 56).
El primado de Cristo no anula, sino que sostiene y exige el papel propio e insustituible de maría. Implicando a su madre en su sacrificio, Cristo quiere revelar las profundas raíces humanas del mismo y mostrar una anticipación del ofrecimiento sacerdotal de la cruz.
sábado, 16 de mayo de 2009
2do. día de la novena (16 mayo)
MARÍA EN LA VIDA OCULTA DE JESÚS
(Catequesis de Juan Pablo II, 29-I-97)
(Catequesis de Juan Pablo II, 29-I-97)
Los evangelios ofrecen pocas y escuetas noticias sobre los años que la Sagrada Familia vivió en Nazaret. San Mateo refiere que san José, después del regreso de Egipto, tomó la decisión de establecer la morada de la Sagrada Familia en Nazaret (cf. Mt 2,22-23), pero no da ninguna otra información, excepto que José era carpintero (cf. Mt 13,55). Por su parte, san Lucas habla dos veces de la vuelta de la Sagrada Familia a Nazaret (cf. Lc 2,39.51) y da dos breves indicaciones sobre los años de la niñez de Jesús, antes y después del episodio de la peregrinación a Jerusalén: «El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,40), y «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
Al hacer estas breves anotaciones sobre la vida de Jesús, san Lucas refiere probablemente los recuerdos de María acerca de ese período de profunda intimidad con su Hijo. La unión entre Jesús y la «llena de gracia» supera con mucho la que normalmente existe entre una madre y un hijo, porque está arraigada en una particular condición sobrenatural y está reforzada por la especial conformidad de ambos con la voluntad divina.
Así pues, podemos deducir que el clima de serenidad y paz que existía en la casa de Nazaret y la constante orientación hacia el cumplimiento del proyecto divino conferían a la unión entre la madre y el hijo una profundidad extraordinaria e irrepetible.
En María la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había encomendado atribuía un significado más alto a su vida diaria. Los sencillos y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular, pues los vivía como servicio a la misión de Cristo.
El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas mujeres que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes del hogar. Se trata de un trabajo humilde, oculto, repetitivo que, a menudo, no se aprecia bastante. Con todo, los muchos años que vivió María en la casa de Nazaret revelan sus enormes potencialidades de amor auténtico y, por consiguiente, de salvación. En efecto, la sencillez de la vida de tantas amas de casa, que consideran como misión de servicio y de amor, encierra un valor extraordinario a los ojos del Señor.
Y se puede muy bien decir que para María la vida en Nazaret no estaba dominada por la monotonía. En el contacto con Jesús, mientras crecía, se esforzaba por penetrar en el misterio de su Hijo, contemplando y adorando. Dice san Lucas: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51).
Alguien podría pensar que a María le resultaba fácil creer, dado que vivía a diario en contacto con Jesús. Pero es preciso recordar, al respecto, que habitualmente permanecían ocultos los aspectos singulares de la personalidad de su Hijo. Aunque su manera de actuar era ejemplar, él vivía una vida semejante a la de tantos coetáneos suyos.
En el clima de Nazaret, digno y marcado por el trabajo, María se esforzaba por comprender la trama providencial de la misión de su Hijo. A este respecto, para la Madre fue objeto de particular reflexión la frase que Jesús pronunció en el templo de Jerusalén a la edad de doce años: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Meditando en esas palabras, María podía comprender mejor el sentido de la filiación divina de Jesús y el de su maternidad, esforzándose por descubrir en el comportamiento de su Hijo los rasgos que revelaban su semejanza con Aquel que él llamaba «mi Padre».
La comunión de vida con Jesús, en la casa de Nazaret, llevó a María no sólo a avanzar «en la peregrinación de la fe» (Lumen gentium, 58), sino también en la esperanza. Esta virtud, alimentada y sostenida por el recuerdo de la Anunciación y de las palabras de Simeón, abraza toda su existencia terrena, pero la practicó particularmente en los treinta años de silencio y ocultamiento que pasó en Nazaret.
Entre las paredes del hogar la Virgen vive la esperanza de forma excelsa; sabe que no puede quedar defraudada, aunque no conoce los tiempos y los modos con que Dios realizará su promesa. En la oscuridad de la fe, y a falta de signos extraordinarios que anuncien el inicio de la misión mesiánica de su Hijo, ella espera, más allá de toda evidencia, aguardando de Dios el cumplimiento de la promesa.
La casa de Nazaret, ambiente de crecimiento de la fe y de la esperanza, se convierte en lugar de un alto testimonio de la caridad. El amor que Cristo deseaba extender en el mundo se enciende y arde ante todo en el corazón de la Madre; es precisamente en el hogar donde se prepara el anuncio del evangelio de la caridad divina.
Dirigiendo la mirada a Nazaret y contemplando el misterio de la vida oculta de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una vez más en el misterio de nuestra vida misma que, como recuerda san Pablo, «está oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3).
A menudo se trata de una vida humilde y oscura a los ojos del mundo, pero que, en la escuela de María, puede revelar potencialidades inesperadas de salvación, irradiando el amor y la paz de Cristo.
Al hacer estas breves anotaciones sobre la vida de Jesús, san Lucas refiere probablemente los recuerdos de María acerca de ese período de profunda intimidad con su Hijo. La unión entre Jesús y la «llena de gracia» supera con mucho la que normalmente existe entre una madre y un hijo, porque está arraigada en una particular condición sobrenatural y está reforzada por la especial conformidad de ambos con la voluntad divina.
Así pues, podemos deducir que el clima de serenidad y paz que existía en la casa de Nazaret y la constante orientación hacia el cumplimiento del proyecto divino conferían a la unión entre la madre y el hijo una profundidad extraordinaria e irrepetible.
En María la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había encomendado atribuía un significado más alto a su vida diaria. Los sencillos y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular, pues los vivía como servicio a la misión de Cristo.
El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas mujeres que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes del hogar. Se trata de un trabajo humilde, oculto, repetitivo que, a menudo, no se aprecia bastante. Con todo, los muchos años que vivió María en la casa de Nazaret revelan sus enormes potencialidades de amor auténtico y, por consiguiente, de salvación. En efecto, la sencillez de la vida de tantas amas de casa, que consideran como misión de servicio y de amor, encierra un valor extraordinario a los ojos del Señor.
Y se puede muy bien decir que para María la vida en Nazaret no estaba dominada por la monotonía. En el contacto con Jesús, mientras crecía, se esforzaba por penetrar en el misterio de su Hijo, contemplando y adorando. Dice san Lucas: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51).
Alguien podría pensar que a María le resultaba fácil creer, dado que vivía a diario en contacto con Jesús. Pero es preciso recordar, al respecto, que habitualmente permanecían ocultos los aspectos singulares de la personalidad de su Hijo. Aunque su manera de actuar era ejemplar, él vivía una vida semejante a la de tantos coetáneos suyos.
En el clima de Nazaret, digno y marcado por el trabajo, María se esforzaba por comprender la trama providencial de la misión de su Hijo. A este respecto, para la Madre fue objeto de particular reflexión la frase que Jesús pronunció en el templo de Jerusalén a la edad de doce años: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Meditando en esas palabras, María podía comprender mejor el sentido de la filiación divina de Jesús y el de su maternidad, esforzándose por descubrir en el comportamiento de su Hijo los rasgos que revelaban su semejanza con Aquel que él llamaba «mi Padre».
La comunión de vida con Jesús, en la casa de Nazaret, llevó a María no sólo a avanzar «en la peregrinación de la fe» (Lumen gentium, 58), sino también en la esperanza. Esta virtud, alimentada y sostenida por el recuerdo de la Anunciación y de las palabras de Simeón, abraza toda su existencia terrena, pero la practicó particularmente en los treinta años de silencio y ocultamiento que pasó en Nazaret.
Entre las paredes del hogar la Virgen vive la esperanza de forma excelsa; sabe que no puede quedar defraudada, aunque no conoce los tiempos y los modos con que Dios realizará su promesa. En la oscuridad de la fe, y a falta de signos extraordinarios que anuncien el inicio de la misión mesiánica de su Hijo, ella espera, más allá de toda evidencia, aguardando de Dios el cumplimiento de la promesa.
La casa de Nazaret, ambiente de crecimiento de la fe y de la esperanza, se convierte en lugar de un alto testimonio de la caridad. El amor que Cristo deseaba extender en el mundo se enciende y arde ante todo en el corazón de la Madre; es precisamente en el hogar donde se prepara el anuncio del evangelio de la caridad divina.
Dirigiendo la mirada a Nazaret y contemplando el misterio de la vida oculta de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una vez más en el misterio de nuestra vida misma que, como recuerda san Pablo, «está oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3).
A menudo se trata de una vida humilde y oscura a los ojos del mundo, pero que, en la escuela de María, puede revelar potencialidades inesperadas de salvación, irradiando el amor y la paz de Cristo.
viernes, 15 de mayo de 2009
1er. día de la novena (15 mayo)
LA MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA
(Benedicto XVI, Catequesis del miércoles 2 de enero de 2008)
(Benedicto XVI, Catequesis del miércoles 2 de enero de 2008)
«Madre de Dios», Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V, exactamente en el concilio de Éfeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo.
Con ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. En el concilio de Éfeso, del año 431 se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf. DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).
La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451), en el que Cristo fue declarado «verdadero Dios y verdadero hombre (...), nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de Dios, en su humanidad» (DS 301). Como es sabido, el concilio Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad divina. El capítulo se titula: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia».
El título de Madre de Dios es por el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.
Del título de «Madre de Dios» derivan luego todos los demás títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos en el privilegio de la «Inmaculada Concepción», es decir, en el hecho de haber sido inmune del pecado desde su concepción. María fue preservada de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo mismo vale con respecto a la «Asunción»: no podía estar sujeta a la corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado al Salvador.
Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. El puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de «Madre de la Iglesia».
Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. En el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.
Con ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. En el concilio de Éfeso, del año 431 se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf. DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).
La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451), en el que Cristo fue declarado «verdadero Dios y verdadero hombre (...), nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de Dios, en su humanidad» (DS 301). Como es sabido, el concilio Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad divina. El capítulo se titula: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia».
El título de Madre de Dios es por el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.
Del título de «Madre de Dios» derivan luego todos los demás títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos en el privilegio de la «Inmaculada Concepción», es decir, en el hecho de haber sido inmune del pecado desde su concepción. María fue preservada de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo mismo vale con respecto a la «Asunción»: no podía estar sujeta a la corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado al Salvador.
Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. El puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de «Madre de la Iglesia».
Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. En el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.
miércoles, 13 de mayo de 2009
Devoción de Domingo Savio a la Virgen María
Un curioso episodio da a conocer la ternura del corazón de Domingo Savio en su devoción a la Virgen. Los alumnos de su dormitorio decidieron hacer a sus propias expensas un hermoso altarcito que había de servir para solemnizar la clausura del mes de María. Domingo era todo actividad en esta obra, pero, cuando fueron después a recolectar la pequeña cuota con que cada uno debía contribuir, exclamó:
-¡Pues sí que estoy arreglado! Para estas cosas hace falta dinero, y yo no tengo ni un céntimo en el bolsillo. Y, no obstante, quiero contribuir con algo.
Fue, tomó un libro que le habían dado de premio, y tras pedir permiso, dijo:
-Amigos, ya puedo concurrir también yo a honrar a la Virgen; ahí está este libro. Saquen de él lo que puedan. Esa es mi contribución. Todos admirados colaboraron con otros libros y pequeñas cosas y se organizó una tómbola con lo que se hizo un magnífico altar.
¿Qué puedo hacer para honrar a María en este mes? No hacen falta grandes obras, sino un movimiento verdadero del corazón.
-¡Pues sí que estoy arreglado! Para estas cosas hace falta dinero, y yo no tengo ni un céntimo en el bolsillo. Y, no obstante, quiero contribuir con algo.
Fue, tomó un libro que le habían dado de premio, y tras pedir permiso, dijo:
-Amigos, ya puedo concurrir también yo a honrar a la Virgen; ahí está este libro. Saquen de él lo que puedan. Esa es mi contribución. Todos admirados colaboraron con otros libros y pequeñas cosas y se organizó una tómbola con lo que se hizo un magnífico altar.
¿Qué puedo hacer para honrar a María en este mes? No hacen falta grandes obras, sino un movimiento verdadero del corazón.
lunes, 11 de mayo de 2009
Coronación de María Auxiliadora en Córdoba, España
Don Pascual Chávez, IX sucesor de Don Bosco, ha visitado ayer 10 de mayo la ciudad de Córdoba, donde ha participado en los festejos en ocasión de la coronación pontificia de la imagen de María Auxiliadora, evento que ha tenido lugar en la histórica catedral-mezquita de Santa María de Córdoba.
Miles de fieles han abarrotado las calles de la ciudad para acompañar en procesión la imagen de la Auxiliadora hasta la catedral desde donde, una vez coronada, ha vuelto al santuario a ella dedicado.
La celebración Eucarística de la coronación ha sido presidida por Mons. Juan José Asenjo Pelegrina, arzobispo coadjutor de Sevilla y administrador apostólico de Córdoba, y concelebrada, además del Rector Mayor de los Salesianos, por un centenar de sacerdotes, entre religiosos y diocesanos.
Don Pascual Chávez, al final de la celebración, ha subrayado el hecho de que la imagen de María Auxiliadora de Córdoba es la única, además de la de la basílica dedicada a la “Virgen de Don Bosco” en Turín, que ha recibido esta distinción pontificia.
Miles de fieles han abarrotado las calles de la ciudad para acompañar en procesión la imagen de la Auxiliadora hasta la catedral desde donde, una vez coronada, ha vuelto al santuario a ella dedicado.
La celebración Eucarística de la coronación ha sido presidida por Mons. Juan José Asenjo Pelegrina, arzobispo coadjutor de Sevilla y administrador apostólico de Córdoba, y concelebrada, además del Rector Mayor de los Salesianos, por un centenar de sacerdotes, entre religiosos y diocesanos.
Don Pascual Chávez, al final de la celebración, ha subrayado el hecho de que la imagen de María Auxiliadora de Córdoba es la única, además de la de la basílica dedicada a la “Virgen de Don Bosco” en Turín, que ha recibido esta distinción pontificia.
sábado, 9 de mayo de 2009
Novena a María Auxiliadora
"Antes de lanzarme a cualquier empresa, rezo un avemaría"
(Don Bosco-MBe VI, 504)
(Don Bosco-MBe VI, 504)
lunes, 4 de mayo de 2009
viernes, 1 de mayo de 2009
Mayo, mes de María Auxiliadora
"La Virgen quiere que la honremos con el título de Auxiliadora: corren tiempos tan tristes que ciertamente necesitamos que la Santísima Virgen nos auxilie para conservar y defender la fe cristiana" (MBe VII, 288)
Comienza el mes de mayo, tal vez medio inadvertido frente al desconcierto de la situación en nuestro país, pero con la confianza puesta en Dios, sin cerrar los ojos ante nuestra realidad, dispongámonos a celebrar con gozo un mes lleno de cariño a la Madre de Jesús y Madre nuestra. Por esto, Auxiliadora, es un título muy acorde a nuestros tiempos, tal como lo declaró Don Bosco.
Pues bien, en esta ocasión, les invito a reflexionar en el Auxilio de María no tanto en la salud, no tanto en la crisis económica o en la inseguridad y violencia que vive nuestro país... sino donde se juega la felicidad plena del ser humano: su VOCACIÓN.
La vocación entendida más allá de una mera elección profesional, sino como el diálogo constante entre Dios y el hombre, donde no se trata de hacer la voluntad de Dios, no entendida como caprichos divinos, sino como el lento caminar del ser humano en su desarrollo con el acompañamiento de Dios hasta que el hombre alcance su verdadera y plena libertad para amar, y así ser feliz.
En el camino del discernimiento vocacional, que comienza desde que adquirimos uso de razón hasta el momento de nuestra muerte, hay muchos obstáculos que no nos permiten vivir con felicidad nuestras opciones. La fragmentación interior, el ajetreo de la vida diaria, el ensordecimiento de nuestra conciencia, son entre otros, los problemas con los que todos nos enfrentamos en la búsqueda de nuestra unidad. Ahora bien, esa unidad humana, es requisito indispensable para poder escuchar la voz de Dios, como una voz capaz de transformar toda la existencia. Cuando Dios es recibido por un corazón fragmentado que no sabe lo que quiere, que hoy quiere algo y mañana no, que vive la vida como cápsulas disímbolas de situaciones, la voz de Dios resonará con alegría en algunas y será temida y vista como cruel verdugo en otras. "Mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre" reza desde hace muchos siglos el salmo 86. La vocación es un delicado proceso de liberación.
En este camino, necesitamos de modelos y ayudas. Un modelo maravilloso es María de Nazaret, la joven que en su proceso vocacional supo abrirse para vivir lo inesperado, aceptando ser la Madre de Jesús, luego supo discernir la hora en que su Hijo tenía que manifestar la presencia de Dios en medio del mundo, cuando le pide más vino en las bodas de Caná, y bebe el amargo cáliz de la cruz de su amado Hijo, aceptando extender su maternidad hacia todos aquellos que él amó. Ahora, desde el Cielo, María es Madre y Maestra de los hermanos de su Hijo: los cristianos. Su intercesión en este camino, es una muestra del poderío de Dios capaz de sanar heridas, capaz de abrir corazones, capaz de dar sentido a la vida, capaz de perdón y de audacia.
El cetro de María Auxiliadora nos muestra no un imperio, sino una fuerza. María no manda, María acompaña. A ella, los cristianos elevamos la mirada, recordando que es Dios mismo quien la ha fortalecido como canta bellamente el Magnificat.
Al pedir fuerza en la vocación, no dudemos en pedirle que nos enseñe a ser audaces creyentes como ella, que no temamos decirle a Dios: "Aquí estoy!" Ya no pidamos a Dios por las vocaciones si antes no le pedimos por nuestra propia vocación. La vocación no es cuestión de pedir que llame a otros, sino de que nosotros le escuchemos.
María Auxiliadora, enséñanos a acoger la voz de Dios en nuestras vidas, aún en medio de nuestras contradicciones, pues sabemos al ver tu ejemplo, que para él, nada es imposible. Amén.
Comienza el mes de mayo, tal vez medio inadvertido frente al desconcierto de la situación en nuestro país, pero con la confianza puesta en Dios, sin cerrar los ojos ante nuestra realidad, dispongámonos a celebrar con gozo un mes lleno de cariño a la Madre de Jesús y Madre nuestra. Por esto, Auxiliadora, es un título muy acorde a nuestros tiempos, tal como lo declaró Don Bosco.
Pues bien, en esta ocasión, les invito a reflexionar en el Auxilio de María no tanto en la salud, no tanto en la crisis económica o en la inseguridad y violencia que vive nuestro país... sino donde se juega la felicidad plena del ser humano: su VOCACIÓN.
La vocación entendida más allá de una mera elección profesional, sino como el diálogo constante entre Dios y el hombre, donde no se trata de hacer la voluntad de Dios, no entendida como caprichos divinos, sino como el lento caminar del ser humano en su desarrollo con el acompañamiento de Dios hasta que el hombre alcance su verdadera y plena libertad para amar, y así ser feliz.
En el camino del discernimiento vocacional, que comienza desde que adquirimos uso de razón hasta el momento de nuestra muerte, hay muchos obstáculos que no nos permiten vivir con felicidad nuestras opciones. La fragmentación interior, el ajetreo de la vida diaria, el ensordecimiento de nuestra conciencia, son entre otros, los problemas con los que todos nos enfrentamos en la búsqueda de nuestra unidad. Ahora bien, esa unidad humana, es requisito indispensable para poder escuchar la voz de Dios, como una voz capaz de transformar toda la existencia. Cuando Dios es recibido por un corazón fragmentado que no sabe lo que quiere, que hoy quiere algo y mañana no, que vive la vida como cápsulas disímbolas de situaciones, la voz de Dios resonará con alegría en algunas y será temida y vista como cruel verdugo en otras. "Mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre" reza desde hace muchos siglos el salmo 86. La vocación es un delicado proceso de liberación.
En este camino, necesitamos de modelos y ayudas. Un modelo maravilloso es María de Nazaret, la joven que en su proceso vocacional supo abrirse para vivir lo inesperado, aceptando ser la Madre de Jesús, luego supo discernir la hora en que su Hijo tenía que manifestar la presencia de Dios en medio del mundo, cuando le pide más vino en las bodas de Caná, y bebe el amargo cáliz de la cruz de su amado Hijo, aceptando extender su maternidad hacia todos aquellos que él amó. Ahora, desde el Cielo, María es Madre y Maestra de los hermanos de su Hijo: los cristianos. Su intercesión en este camino, es una muestra del poderío de Dios capaz de sanar heridas, capaz de abrir corazones, capaz de dar sentido a la vida, capaz de perdón y de audacia.
El cetro de María Auxiliadora nos muestra no un imperio, sino una fuerza. María no manda, María acompaña. A ella, los cristianos elevamos la mirada, recordando que es Dios mismo quien la ha fortalecido como canta bellamente el Magnificat.
Al pedir fuerza en la vocación, no dudemos en pedirle que nos enseñe a ser audaces creyentes como ella, que no temamos decirle a Dios: "Aquí estoy!" Ya no pidamos a Dios por las vocaciones si antes no le pedimos por nuestra propia vocación. La vocación no es cuestión de pedir que llame a otros, sino de que nosotros le escuchemos.
María Auxiliadora, enséñanos a acoger la voz de Dios en nuestras vidas, aún en medio de nuestras contradicciones, pues sabemos al ver tu ejemplo, que para él, nada es imposible. Amén.
sábado, 18 de abril de 2009
Regina Coeli
La Iglesia desde muy temprana edad ha venerado a la madre de Jesucristo de una manera especial entre todos los santos. Y una de las expresiones de esta devoción ha sido la recitación del Angelus, que rezado tres veces al día, recuerda al cristiano el misterio de la Encarnación, del cual forma parte indiscutible la aceptación de la joven nazarena que se convierte en "humilde sierva del Señor".
En el tiempo de Pascua, en que recordamos la Resurrección del Hijo de María, la Iglesia, en vez de rezar el Angelus reza la preciosa oración del Regina Coeli, con que se regocija junto con la madre por la Resurrección de Cristo, el Señor.
Regina caeli, laetare, alleluia;
quia quem meruisti portare, alleluia;
resurrexit, sicut dixit, alleluia;
ora pro nobis Deum, alleluia.
Gaude et laetare Virgo Maria, alleluia.
Quia surrexit Dominus vere, alleluia.
Oremus: Deus, qui per resurrectionem Filii tui, Domini nostri Iesu Christi, mundum laetificare dignatus es: praesta, quaesumus; ut, per eius Genetricem Virginem Mariam, perpetuae capiamus gaudia vitae. Per eundem Christum Dominum nostrum. Amen.
quia quem meruisti portare, alleluia;
resurrexit, sicut dixit, alleluia;
ora pro nobis Deum, alleluia.
Gaude et laetare Virgo Maria, alleluia.
Quia surrexit Dominus vere, alleluia.
Oremus: Deus, qui per resurrectionem Filii tui, Domini nostri Iesu Christi, mundum laetificare dignatus es: praesta, quaesumus; ut, per eius Genetricem Virginem Mariam, perpetuae capiamus gaudia vitae. Per eundem Christum Dominum nostrum. Amen.
(traducción española)
Reina del cielo, Alégrate, aleluya;
porque el que en tu seno llevaste; aleluya;
Resucitó, como dijo; aleluya.
Ruega a Dios por nosotros; aleluya.
Gózate y alégrate, Virgen María; aleluya.
Porque ha resucitado verdaderamente el Señor; aleluya.
Oremos. Oh Dios, que por la resurrección de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, te has dignado dar la alegría al mundo, concédenos que por su Madre, la Virgen María, alcancemos el goce de la vida eterna. Por el mismo Cristo Nuestro Señor. Amén.
porque el que en tu seno llevaste; aleluya;
Resucitó, como dijo; aleluya.
Ruega a Dios por nosotros; aleluya.
Gózate y alégrate, Virgen María; aleluya.
Porque ha resucitado verdaderamente el Señor; aleluya.
Oremos. Oh Dios, que por la resurrección de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, te has dignado dar la alegría al mundo, concédenos que por su Madre, la Virgen María, alcancemos el goce de la vida eterna. Por el mismo Cristo Nuestro Señor. Amén.
FELICES PASCUAS DE RESURRECCIÓN
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