Algunos fragmentos de “Dichosa tú que has creído” Etapas de un camino de fe del autor Juan José Bartolomé (se puede encontrar la obra completa editada por la CCS-Madrid)
Vamos a contemplar a María, como la vio, como la quiso Dios. Es la única forma de ver a María que le hace justicia; la mirada a María que más la respeta, la piedad que mejor la venera, el culto que más le conviene, son aquellos que más se acerquen a la mirada entusiasmada de Dios por María. La devoción que realmente se merece María es la que copia la devoción que Dios siente por ella. Sólo la imagen evangélica de María tiene la garantía de acertar con la idea que Dios se hizo de ella.
Las pocas noticias que sobre María contiene la tradición evangélica expresan tanto la relación que con Dios mantuvo María cuanto la experiencia que de María tuvo Dios: porque Dios encontró en la Virgen de Nazaret una sierva formidable, María se encontró con Dios en su propia entraña. Así Dios consiguió una sierva y una madre, al tiempo que María convertía en hijo a su Señor. Las narraciones evangélicas describen, pues, la experiencia que de María hizo Dios y la experiencia de Dios que hizo María.
Pero es que contemplando a María como Dios la vio, y la tradición evangélica nos transmite, podemos contemplar a Dios en María. El evangelio es, ante todo, desvelación de Dios, también en los episodios en los que María está presente y adquiere cierto protagonismo. Cuanto la tradición evangélica recuerda como suceso mariano sirve siempre a la manifestación divina: es palabra de Dios, revelación y promesa; más que contarnos cómo fue María, nos explica cómo es Dios y que está empeñado en serlo para nosotros. LA biografía de María, reconstruíble apenas, puede parecernos escasa de noticias importantes y parca en situaciones portentosas; pero mejor que inventar lo innecesario, alimentando la curiosidad por lo anecdótico, será escuchar lo fundamental, es decir, cuanto sobre María nos dice o, formulado con mayor precisión, descubrir en cuanto sobre ella nos dice Dios lo que de nosotros Él esta esperando.
Si la imagen evangélica de María es palabra de Dios para nosotros, haríamos bien en concentrarnos en lo que Dios nos dice sobre Él hablando de María, en vez de dolernos por la escasez de noticias biográficas que sobre ella nos transmite los evangelios o en lugar de maravillarnos por su mitigado entusiasmo ante la persona histórica. La historia evangélica de María vale no por cuanto nos cuenta sobre ella, sino por lo que nos revela de Dios; en la versión evangélica de María se refleja el rostro auténtico del Dios vivo. La María del evangelio es, y en este sentido, icono de nuestro Dios: lo que Dios fue para María sigue queriéndolo ser para cada uno de nosotros.
El Dios de María sigue hoy manteniendo planes de salvación; sigue Él hoy en busca de creyentes atentos a su Palabra y dispuestos a acogerla en sus vidas. Es también nuestro Dios, como lo fue de María; mejor dicho, estaría dispuesto a ser nuestro hoy mismo al igual que lo fuera de María un día. No nos reserva a nosotros peor ventura, ni gracias menores, que las que otorgó a su madre; pero llegar a ser bienaventuradas como María, vivir repletos de gracia, tiene un precio, el mismo que pagó María: fiarse totalmente de Dios y mantenerse como su obediente sierva. Gracias a Dios, no nos está vedada esa dicha, ni nos está prohibido soñar con que Dios repita en nosotros las maravillar que obró en su Madre.
Nuestra admiración por María debería, pues, agrandar nuestra admiración por semejante Dios; el fervor tan sincero que por ella sentimos tendría que enfervorizarnos por su Dios, que tan grande la hizo. Si María debe su gracia a Dos, si de Él proviene su grandeza, contemplemos en María a su Dios y aprendamos de ella a relacionarnos con Él: nuestro amor a María será auténtico, si nos logra ilusionarnos en igualarla en su fe y en su obediencia. Ni más, ni menos.